Tengo memorias de ahorrar desde muy chica. Recuerdo muchos momentos en que algún familiar me regalaba monedas y yo automáticamente las ponía en mi alcancía. Tuve muchas alcancías en mi infancia y siempre sentí una satisfacción especial al ver cómo se iban llenando. Más placentero era guardar que lo que me terminaba comprando. Tenía muy presente que primero había que juntar dinero para después, al haber juntado lo suficiente, ser recompensada con algo que realmente quisiera comprarme.
La certeza de que el dinero no se gasta todo, sino que siempre hay que guardar un poco, me acompañó hasta la vida adulta. Cuando comencé a trabajar y generar mis propios ingresos, ese hábito de ahorrar siguió firme. Mi primer trabajo fue part-time por lo que afortunadamente todavía contaba con ayuda de mis papás para poder sostenerme económicamente. Y eso me permitía poder ahorrar una partecita de mi sueldo. Viéndolo en retrospectiva, podría haber ahorrado prácticamente el 100% de mi sueldo, pero, lógicamente a ese dinero que lo sentía enteramente propio, lo quería gastar en aquello que quizás no me hubieran comprado mis papás. Y, por otro lado, yo me había puesto la presión de ser independiente económicamente, por lo que ir gastando ese sueldo en mí, me hacía sentir más cerca de dicha meta.
Así como les cuento que desde que era una niña ahorro, no fue hasta después de que pasaran unos años generando ingresos que descubrí el mundo de las inversiones. Empezar a entender que eso que elegía no consumir hoy, para ahorrar, podía en un tiempo convertirse en más dinero, fue un punto de inflexión: me hizo comenzar a obsesionarme todavía más con el ahorro.
La obsesión por acumular y consumir lo menos posible me llevó a convertirme en especialista de ofertas. Toda promoción de la cadena de supermercado, la comparaba con el precio del super chino y compraba en ambos dependiendo las conveniencias. Memorizaba los precios de los 5 productos que más consumía para poder comparar precios en diferentes lugares. Iba a la farmacia solo en el día de descuento con mi tarjeta de crédito. Tenía bien estudiados los descuentos de la tarjeta del diario para, por ejemplo, pedir helado. Si me pedía delivery, buscaba el plato más barato de la aplicación. Y siempre intentaba comprar ropa en liquidación.
Hablo en pasado y la realidad es que muchas de estas cosas las sigo haciendo, quizás en menor medida, hasta el día de hoy. Sucede que hace un tiempo atrás logré mejorar mis ingresos y, en lugar de mejorar mi calidad de vida, me obsesioné con seguir gastando lo mismo que antes y poder ahorrar todo el excedente de la mejora salarial. Pronto me di cuenta de que eso no iba a ser posible porque tenía lo que yo llamo “consumo reprimido”. Los economistas llamamos “inflación reprimida” a la inflación de bienes y servicios que no se pueda dar por razones externas al mercado (intervenciones estatales). De esta manera, dichos bienes y servicios muestran una evolución de sus precios muy por debajo del resto de los productos de la economía. Una vez que se elimina la restricción, los precios contenidos intentarán igualarse a los del resto de la economía por lo que la “inflación reprimida” logrará desatarse. Y mi caso de consumo reprimido venía dado por la restricción presupuestaria que me imponía mi ingreso más bajo. Tal como en el caso de inflaciones reprimidas, al aumentar mis ingresos, también lo hicieron mis gastos. La teoría económica predice que, ante aumentos salariales, hay un consecuente aumento en el nivel de vida. Yo quería convencerme de que lograría vencer a la teoría económica que estudié por años y al final se impuso la realidad.
Para amigarme con el hecho de que mayores ingresos, iban a impactar en mis gastos, decidí ser más consciente de mis metas financieras. ¿Para qué quería ahorrar? ¿Qué estaba buscando realmente? Me di cuenta de que hasta ese momento mis objetivos de ahorro e inversión siempre habían sido de corto plazo. Y no tenía mucho sentido restringirme tanto el consumo, si ni siquiera sabía para qué quería usar mis inversiones. Mi ventaja fue contar con la costumbre de realizar un presupuesto anual y mensual. Entonces volví a revisarlo para hacerlo más realista con mis nuevos ingresos y el “consumo reprimido”. Luego volví sobre las metas de inversión y me di cuenta de que mi meta de más largo plazo es la jubilación. No quisiera llegar a una edad avanzada donde no pueda trabajar más y tampoco sostener mi nivel de vida. Me creo merecedora de una vejez feliz y en paz financiera, por eso, me ocupo desde ahora. Lamentablemente los sistemas jubilatorios alrededor del mundo tienen problemas no resueltos de sostenibilidad y nada garantiza que se resuelvan para el momento que nos toque jubilarnos a los millennials. La ventaja de empezar hoy a planificar mi jubilación es que puedo comenzar a invertir en instrumentos más riesgosos y con potencial mayor retorno ya que tengo muchos años por delante hasta necesitar los fondos.
Finalmente, aprendí a reconciliarme con el hecho de gastar sin culpa. Lo más importante fue ajustar mi presupuesto a mis nuevos ingresos y aceptar que parte de ese aumento se destinaría al «consumo reprimido». A partir del presupuesto, me reconcilié con el no ahorro. Después de todo, el ahorro no es más que gasto futuro contenido. El dinero ahorrado se gastará en algún momento distante del presente. Al planificar mejor y ajustar mis objetivos, me permito gastar hoy, sabiendo que tengo un plan para el futuro.
Para lograr nuestras metas financieras sin dejar de disfrutar el presente, lo más importante es tener claridad sobre nuestras prioridades. ¿Qué es lo que realmente queremos lograr? ¿Cómo podemos equilibrar el disfrute de hoy con el bienestar de mañana? Una vez que tenemos respuestas a estas preguntas, todo se vuelve más fácil.
Mi gran aprendizaje es que el equilibrio entre ahorro y disfrute es posible. La clave está en la planificación y en ser conscientes de nuestras decisiones financieras. Hoy en día, sigo ahorrando e invirtiendo, pero también me permito disfrutar del presente sin culpa. Al final del día, la vida está para vivirse, y parte de esa vida es el dinero que tanto nos esforzamos por ganar. Encontrar ese equilibrio es lo que nos permitirá alcanzar todas nuestras metas sin sacrificar nuestra felicidad en el camino.