Imaginate una ciudad pequeña, sin colegios completamente privados, con algunas actividades extracurriculares, poquitos clubes para realizar deporte, sin cine, tres bares para tomar algo y dos boliches para salir a la noche. Así es la ciudad en donde nací y me crié. Y no fue hasta que me mudé a la gran ciudad, la capital de nuestro país que comprendí la suerte de haber crecido en una ciudad pequeña sin demasiadas actividades para hacer. ¿Por qué lo remarco? Sucede que, en una ciudad pequeña, la vida es bastante sencilla y las actividades disponibles para gastar dinero son acotadas.
Cuando me vine a vivir a Buenos Aires, comencé a conocer nuevos amigos y a tener invitaciones a merendar, estudiar en un café y salir a bares a tomar algo. Hasta ese momento, para mí merendar consistía tomar mates con bizcochitos en una casa y salir a la noche era tomar una botella de cerveza compartida entre varios. Los precios de salir a merendar en capital me resultaban inaccesibles, no solamente porque se quedaban fuera de la mensualidad que mis padres me enviaban, sino también, porque mentalmente no podía cruzar la barrera de salir a pagar por algo que podía resolverse en casa. En mi ciudad natal ni siquiera estaba la opción porque no había cafés para salir a merendar. Por otro lado, salir a un bar implicaba gastar tres veces el monto acostumbrado para la cerveza compartida. Para mis amigos que habían vivido toda su vida en capital, salir a estos lugares era lo más común. Creo que tal vez eso es así porque en general vivir en departamentos o en casas sin un quincho, te incentiva a salir para tener intimidad entre amigos. En mi caso, no fue hasta que tuve mis propios ingresos producto de mi trabajo que pude comenzar a sumarme de manera frecuente a este tipo de planes.
Ya había comenzado a trabajar, y una noche salí a cenar con amigos. Nos trajeron el menú, lo escaneé rápido y enseguida detecté las pastas más baratas. Listo, ya tengo mi cena, pensé. Le sumo una gaseosa y estoy. El mozo se acercó para tomar el pedido y uno de mis amigos preguntó: ¿están para una entradita? Rápidamente encontró el acuerdo de otros, por lo que no me quedó más remedio que también aceptar la propuesta. Por dentro mi cabeza era una calculadora intentando sumar qué parte de esas entradas se sumaba al precio de mi cena. Al mismo tiempo intentaba mantener la conversación y que no se note todo lo que estaba pasando por mi cabeza.
Vinieron las entradas, los platos principales, las bebidas. La conversación seguía entretenida, el mozo se acerca para preguntar si nos retiraba los platos, a lo cual accedimos. No me dio tiempo a reaccionar y negarme a que dejara la carta de postres, enseguida uno de mis amigos la agarró. ¿Che están para compartir unos postrecitos?, lanzó. Y de nuevo mi cabeza recurriendo a cuánto más se sumaba a la cuenta final. Los postres llegaron, estaban exquisitos. Después llegó la cuenta. Fingí que no sabía exactamente cuánto iba a tener que pagar. Sumamos la propina, pagamos y nos fuimos.
Seguramente estés pensando pobre chica, no pudo disfrutar de la cena. Y un poco estás en lo cierto, aunque la anécdota quedó tan gravada en mi memoria que hoy, años después estoy escribiendo sobre ella porque fue el puntapié para comenzar a repensar mi relación con el dinero.
Antes de asistir a esa cena, yo tenía un presupuesto sobre cuánto podía gastar y, la suma de imprevistos que me hacían salir de mi presupuesto me mantuvo alerta durante toda la noche. Tener un presupuesto era una excelente idea, pero no tener flexibilidad respecto a ese presupuesto hizo que simplemente me enfocara en el dinero y no en el gran momento que ese dinero me estaba permitiendo compartir con mis amigos. A partir de ahí empecé a observar otras situaciones en la que gastar dinero y salirme del presupuesto me angustiaban. Y decidí que el esfuerzo diario que le pongo a generar ingresos quiero que sea para vivir una vida tranquila, lejos de tener una calculadora mental permanente.
Hoy el dinero para mí es una fuente de posibilidades, el medio para permitirme bienes y servicios alineados con la vida que quiero. La libertad de elegir comprar o no comprar algo, en cualquier momento, es una gran satisfacción. Tener mi presupuesto para saber qué gastos puedo realizar en cada momento con la seguridad de que no van a interferir con mis objetivos de ahorro e inversión de largo plazo, es el gran aprendizaje que me dejó aquella cena.
Ganar más para tener más control sobre el tiempo, eso es libertad, eso es lo que define al dinero en mis términos. Un medio con la capacidad de brindarme libertad para elegir la vida de mis sueños. Tener opciones y flexibilidad, poder gastar el dinero cuando sea necesario, ese es el lugar que ocupa el dinero hoy en mi vida.
Definí tus objetivos y el lugar que le das al dinero y su manera de administrarlo. Aquí un recordatorio: ahorrar y elegir nivel de gastos, está en tus manos. Es parte de lo poco que podés controlar en un mundo lleno de incertidumbre. Por eso es primordial la constancia en el ahorro y mantener el gasto a raya ante incrementos de ingresos. Es mejor estar ordenados cuando tenemos poquitos ingresos que mantenernos en la eterna espera “ahorraré cuando tenga más ingresos”. Solo así vas a conseguir sostener tu salud financiera en diferentes contextos, el ahorro y la inversión te protegen ante imprevistos. No te dejes llevar por personas con objetivos diferentes. No tomes decisiones sobre tu dinero comparándote con lo que poseen los demás. Compararte con personas sobre las que nunca conocerás su situación al 100% solo te va a traer frustración y desánimo. Cada uno puede darse la mejor vida posible, alineada con lo que definas como prioridad. Presupuestar es importante, pero la vida se vive afuera de la hoja de Excel, así que definí bien tus objetivos y empezá a vivir esa vida que siempre soñaste.